Cruzando la línea




—Vamos, Paul, ¿vas a sacudirme o a bailar el Lago de los Cisnes? —le dijo levantando los puños y ocultando la sonrisa tras los guantes.
—Puede que hoy veas un poco de ambas cosas... —replicó él acercándose despacio.
Rebecca se cubrió la cara cuándo recibió el golpe de aviso, tan sólo un tanteo suave. El segundo llegó acto seguido, directo a la boca del estómago.
No lo esperaba ahí, así que respondió con un rodillazo en el costado mientras trataba de no doblarse por la mitad. Joder, Paul tenía una buena derecha, pero su izquierda era aún mejor...
Lo escuchó reír mientras descargaba una serie de toques allí dónde veía hueco.
Nunca usaban las protecciones. Tampoco observaban ninguna clase de reglas.
En la calle no existía la cortesía, así que lo mejor era adaptarse a esas necesidades.
El ejercicio era gratificante, pero con aquel baile salvaje ambos disfrutaban de lo lindo.
Se conocían a la perfección, y aún así... aún así, el maldito irlandés aún tenía la capacidad de pillarla por sorpresa. Y ella a él.
Lo confirmó haciéndole un barrido bajo y sucio en el tobillo que lo desestabilizó y lo dejó sentado en el suelo de lona.
—¡Ja, chúpate esa, chaval! —gritó triunfal.
Paul la golpeó con rapidez y fuerza detrás las rodillas, y terminó en la misma posición que él: sentada de culo.
Sí, el maldito irlandés estaba en forma.
Sudaban y jadeaban con la respiración entrecortada rota por las risas cuándo Timmy, el chico de los recados, entró al gimnasio buscándolos.

—Quiere veros a los dos. —anunció sin más.
Timothy Elliot era alto y flacucho. Tenía el pelo del color de las zanahorias y su cara estaba completamente salpicada de pecas. Su mirada, clara e inteligente, decía que no era una de esas personas de las que te puedes reír sin más. Era listo como el demonio, y Rebecca estaba encantada con aquella mordacidad petulante con la que el chaval solía desenvolverse. Era el más joven de todos, y también ostentaba el fastidioso título de ser "el nuevo". Sentía verdadera fascinación por Paul, a quién seguía a todas partes como un cachorrito abandonado mientras estaban por allí.
Cuando se conocieron, Timmy le había tirado los tejos de una forma directa, delante de Paul, que aún sacaba el tema para reírse a su costa de vez en cuando. Aparentemente ella se aproximaba más a la edad del muchacho, y eso le habría llevado a pensar que, por cercanía, sus posibilidades se multiplicaban. Tardó dos minutos en sacarlo de su error, pero lejos de sentirse incómodo o intimidado había cerrado el tema con un "si cambias de idea estaré por aquí". Y le había guiñado un ojo.
Después supo que había achacado su derrota a que había determinado que Paul y ella eran pareja. Nadie le había informado de lo contrario -siempre había gran confusión general al respecto-, y aún así de vez en cuando seguía insistiendo, detallando toda una plétora de virtudes personales que, según él, padecía en abundancia. Aunque estaba claro que la modestia no se encontraba entre ellas.
Puto crío de los cojones. Había intentado mandarlo a la mierda pero, en cambio, le había cogido cariño.
Puto crío de los cojones.
Timmy, Timmy... Odiaba que lo llamasen así. Prefería que utilizasen su nombre completo. ¿Qué clase de padre llama Timothy a su hijo? Uno adicto al boxeo de segunda, admirador de "El Gran" Timothy Daniels. Campeón de peso medio en su barrio durante la década de los setenta.
Le había preguntado al viejo por el crío. Era demasiado joven para rondar por allí. Julian le había dicho que lo sacó de la calle, dónde lo encontró metido en apuestas turbias tras morir su padre. También le había dicho que sabía cómo encajar un golpe y cómo propinar otro en condiciones. Tenía madera, y el viejo sabía mucho de aquello.
Timmothy la miró con aquella sonrisa pícara que marcaba aún más los hoyuelos de sus mejillas. Después miró a Paul. Sus ojos azules, como los del hombre, brillaban de admiración. Siempre llevaba ladeada sobre uno de ellos una gorra clásica de cuadros, estilo años veinte, que acentuaba aún más ese aspecto de pillo de la calle. Exactamente el aspecto que él esperaba acentuar.
—Deberías subir aquí un día de estos, Timmy. Tú y Paul. —le dijo —Él te enseñará lo que es un buen gancho de izquierda...
—Preferiría que fueses tú la que me lo enseñase... —contestó apoyándose descuidadamente en las cuerdas, intentando que la excitación por la promesa implícita no se le notase. Se le daba bien, pero aún tenía mucho que aprender sobre ocultar sus estados de ánimo. Quizá Paul pudiese ayudarlo con eso también...
—Paul está bien, Timmothy. Nunca apuestes contra un irlandés cuándo estés sobre un ring. —le caló la gorra hasta los ojos al pasar a su lado, algo que el chaval detestaba —No contra éste irlandés, al menos.
Timmy hizo una mueca de fastidio mientras la devolvía a su lugar, pero no dijo nada. Estaba encantado con el abanico de posibilidades. Paul y él con los guantes puestos. Oh, joder, sí. Estaba más que encantado.
El irlandés se pasó la toalla por el cuello y le guiñó un ojo, saliendo del cuadrilátero tras ella, rumbo a las duchas.
Nadie hacía esperar al viejo.
* * *

Julian estaba sentado tras el pulido escritorio de madera de su despacho, como siempre. El bastón descansaba apoyado en la pared, detrás de él.
Julian, el viejo Ojo de Águila. Estaba casi segura de que lo llamaban así por aquel bastón. O quizá el bastón vino después, a raíz del mote. Quién podía saberlo... ella desde luego no.
La empuñadura de plata tenía la forma de una cabeza de águila, y sobre el hueco del ojo izquierdo tenía engarzada un aguamarina verde pálido. Verde pálido como sus propios ojos.
Se dice que el aguamarina es la piedra de la clarividencia, y bien podía achacársele ésta propiedad al viejo. Cuando clavaba en ti aquellos ojos glaucos, te traspasaba hasta el alma. Siempre parecía saber lo que los demás ocultaban en su interior, y todos temían mentirle.
Ella era la única que lo había visto haciendo uso de aquel bastón. No era un simple ornamento, pues su pierna izquierda era prácticamente inútil. Aunque él trataba de llegar el primero y marcharse el último para ocultarlo, en la medida de lo posible, y nunca mostraba ninguna debilidad ante nadie. Ante nadie que no fuese ella, al menos.
En su día le había contado que se la había destrozado en acto de servicio, y que la metralla que quedó alojada durante más de un mes sin ningún tipo de tratamiento terminó de rematarla. Al menos no había perdido la pierna, le había dicho ella. "¿Tú crees?" le contestó el viejo. "Hay quien te diría que una pierna inútil es una pierna de menos".
Se preguntó si para entonces ya tenía el cabello blanco, como ahora. Era una de esas personas en las que es casi imposible determinar su edad. Parecía que hubiese vivido mucho, pero no había en él ni rastro de la fragilidad propia de alguien de edad avanzada. Tullido o no, Julian no era el tipo de hombre al que uno podía subestimar.
Cuando lo miraba no podía evitar pensar en Paul. Si él llegaba a envejecer, sería ese el aspecto duro que ofrecería.

—Sentaos. —dijo señalando con un gesto los dos sillones que había frente al escritorio.
Ella se arrellanó con confianza, y Paul rígido, como siempre que estaba en presencia del hombre.
Pasó aquellos ojos verdes de uno a otro, deteniéndose por fin en el irlandés.
—¿Cómo te encuentras?
Habían pasado unos meses desde el asunto de Clermont. Unos meses especialmente duros para él, aunque por suerte era fuerte y le había puesto ganas. Se había incorporado de nuevo hacía unas semanas y ésta era la primera vez que pasaba por el despacho de Julian. Aunque también era la primera vez que él lo llamaba para darle algo que hacer.
Físicamente estaba en forma, como demostraba en el gimnasio. En cuanto al resto... bueno, aún recordaba con claridad el eco de aquellas voces. Rebecca lo observaba vigilante, y muchas veces lo encontraba como en pausa, con la cabeza en otra parte. Eran esos los momentos que temía y que convenía evitar a toda costa.
—Me encuentro bien. —contestó un poco molesto por el exceso de atención.
Julian lo miraba fijamente, y pocos eran los que podían mantener ese contacto sin romperlo. Paul estaría incómodo, pero nunca intimidado.
—Me alegro. —dijo el viejo por fin —Sabes que si necesitas cualquier cosa sólo tienes que pedirla.
—Gracias.
—No dudo de ti, Paul. —Paul lo miró sorprendido ante aquella declaración —Imagino que estarás arto de que la gente desconfíe. Es lo que suele pasar con los ex-adictos, que todo el mundo espera una recaída en cualquier momento. Y éste puede ser un trabajo emocionalmente complicado, a veces...
Había dicho La Palabra. El irlandés la detestaba, pero a Julian le gustaba hablar con propiedad y llamar a las cosas por su nombre. Sin paños calientes, así era él.
—Estoy bien. —respondió Paul algo tenso —El trabajo, aunque emocionalmente complicado... me ayuda a centrarme.
Rebecca tuvo ganas de cogerlo de la mano, pero se guardó bien de hacerlo en ese momento. Sabía exactamente como se sentía, como si estuviese siendo evaluado. Y sin lugar a dudas así era. El viejo hubiese preferido que Paul pasase por allí con cierta frecuencia durante su baja, pero Paul llevaba las cosas a su manera, y presentar informes solapados sobre su estado de ánimo no entraría jamás en sus planes.
Quería apoyarlo de algún modo, pero en cambio tuvo que permanecer en silencio, esperando a que terminasen.
—Bien, bien. —Julian hizo un gesto ligero con la mano, cómo restándole importancia al asunto. —Sólo digo que confío en ti, Paul. Y que confío en que, de haber algún problema, me lo dirías igualmente...
—Así es. —dijo el irlandés tajante.
Ella no podía verle los ojos, puesto que tenía los suyos clavados en el escritorio de madera, pero los imaginó fríos y distantes.
Los dos hombres permanecieron callados durante unos breves momentos, observándose con atención, hasta que Julian habló de nuevo.
—En ése caso ocupémonos del motivo de vuestra presencia aquí, tengo trabajo para vosotros.
—¿Qué tipo de trabajo? —quiso saber Paul algo más relajado con el cambio de tema.
—Del tipo del que nadie quiere saber nada. —contestó —No voy a chafaros la sorpresa, os esperan allí.
Les tiró un papel con una dirección garabateada en él.
—Está en la otra punta de la ciudad. —dijo ella tras echarle un vistazo.
—Tenéis una hora para llegar. —el viejo se arrellanó en el sillón juntando las yemas de los dedos, perdido en sus cavilaciones —Quiero saber qué está pasando.
No perdieron más tiempo con los detalles. Le dio el papel a Paul y salieron del despacho.

Cuando llegaron al aparcamiento Paul le hizo un gesto pidiéndole las llaves del mustang.
—Me apetecería cenar tranquilamente después, y si conduces tú eso será imposible...
—Claro, Paul, porqué no. Paseemos a Miss Daisy. —le dijo dedicándole su mejor sonrisa.
Le lanzó las llaves, que él cogió al vuelo.
Se metieron dentro y Paul repasó de nuevo la dirección.
—Joder, esto está en el Upper East Side. —exclamó metiendo la llave en el contacto y arrancando el coche.
El motor ronroneó suavemente, música para sus oídos.
Rebecca se acomodó en el asiento con satisfacción. En realidad le encantaba mirar por la ventanilla mientras Paul conducía. Las luces de la ciudad por la noche la relajaban. Eso y el traqueteo del vehículo. Y la música de fondo. Joder, Alice Cooper mientras cruzaban La Gran Manzana es todo lo que una chica puede desear.
Ahora sí, apoyó su mano sobre la de él, que acariciaba el cambio de marchas, y le dio un apretón. No le dijo nada, simplemente lo dejó a lo suyo. Conducir por la noche era lo que lo relajaba a él.
Después de Clermont habían vuelto a pasar mucho tiempo juntos. Muchísimo. Paul había vuelto a su casa, porque necesitaba atención y porque la necesitaba a ella. Como en los viejos tiempos, aunque ésta vez era ella la que se había mudado al incómodo sillón, dejándole a él la cama. Cuando se recuperó había vuelto a su apartamento y ella no podía evitar echarlo de menos. Aunque pasaban gran parte del día juntos, no era lo mismo. Por la noche se sentía sola... algo que no le había pasado nunca hasta que conoció al maldito irlandés. La extraña sensación de ausencia le dejaba claro que hasta ella necesitaba de alguien.
Paul subió el volumen de la vieja radio mirándola de reojo y tampoco él dijo nada.
* * *

Llegaron justos de tiempo, pero contra el tráfico no se puede luchar.
Era una de las viviendas unifamiliares de un barrio residencial de clase alta, una enorme casa colonial de tres plantas.
El cordón policial cerraba ya el paso.
Después de todo... los ricos también lloran, pensó.

Tras identificarse cruzaron el umbral de la pesadilla. Si ellos estaban allí, tras un cordón policial, es porque las cosas se habían descontrolado de lo lindo.
Y joder, vaya si se habían descontrolado...
Encontraron el primer cuerpo en el salón, sobre el sillón de tres plazas que había frente al enorme televisor de plasma.
La musiquilla de los dibujos animados de la Cartoon les dio la bienvenida.
—¿Es que no podéis apagar la puta tele? —le preguntó a uno de los polis que custodiaban el cadáver.
Éste se encogió de hombros, y fue Paul quien la apagó tras colocarse los guantes de látex.

La funda del sillón había absorbido casi toda la sangre. El pequeño cuerpo -o lo que quedaba de él- aún no estaba frío del todo.
Se arrodilló a su lado, mientras Paul se cubría la boca con la mano y miraba a otra parte.
Siempre era mucho más duro cuándo se trataba de niños, sí. "Trabajo emocionalmente complicado".
Una gruesa trenza, que hace unas horas había sido de un bonito color dorado, colgaba pegajosa y sin vida a un lado.
Algo la había despedazado por completo. Algo, porque ningún ser humano podía hacer una escabechina semejante ni queriendo.
Parecía como semi-devorada por un animal. Un animal muy grande que no consiguió identificar. Claro que tampoco es que fuese una experta en animales...
—Voy a echar un vistazo al resto. —anunció Paul antes de salir de la habitación.

Tomó algunas fotografías y fue en su busca.
Lo encontró haciendo lo mismo en una de las habitaciones del segundo piso. Un adolescente.
Estaba tumbado en la cama, sobre una colcha de Star Wars, en las mismas condiciones que la niña.
—Los padres están en la cocina. —dijo él haciendo una mueca de disgusto —Odio estas mierdas, en serio.
—Y yo... —le contestó apretándole el brazo al pasar a su lado.

En la cocina un gran charco de sangre cubría el suelo. La mujer estaba bocabajo, con un enorme mordisco en el cuello que abarcaba también gran parte del hombro. No parecía faltarle nada, simplemente se había desangrado sin más. Había corrido tratando de alejarse, sin llegar a conseguirlo.
El hombre estaba en medio de otro charco de sangre, rodeado por las sillas, desparramadas ahora a los cuatro vientos. Todo estaba hecho un desastre, y otro de los policías tuvo que señalarle dónde encontrar la cabeza.
Ignoraba qué clase de animal podía hacer algo así, pero un animal era lo que empezarían a buscar. Un animal suelto de ésta envergadura...
—¿Son las únicas víctimas? —le preguntó al mismo agente.
—Sí, hasta ahora.
Era extraño, no había ventanas rotas, ni había saltado la alarma. Habían sido los vecinos quienes habían llamado a la policía tras escuchar los gritos. Era extraño.

—Por mi parte no tenemos una mierda. —dijo Paul cuando se reunieron abajo de nuevo.
—Por la mía tampoco. Pero sea lo que sea... esto apunta a desastre.
—No hay huellas. —susurró contrariado —Es raro que no haya ni una sola huella con toda esta carnicería...
—Es cierto. —joder, era más que cierto. Era escalofriante. 
* * *

Salieron a respirar aire fresco mientras elucubraban teorías que les sonaban absurdas.
—¿Un animal similar a un tiburón suelto por el centro de Manhattan? —preguntó Paul pasándose las manos por el pelo.
—El tipo de mordisco me recuerda a un tiburón, sí. Uno de esos pequeños. Pequeños para ser un tiburón, claro, —añadió —pero con la boca la hostia de grande si lo sacas del agua y lo comparas con un perrito. Yo qué sé, joder.
—Becca, —dijo Paul frotándose los ojos cansado —no creo que vaya a cenar, después de todo...
—No se me ocurre nada. Nada que pueda encajar con esto. Nada que conozcamos, al menos.

Le dejaron una tarjeta al forense, cuando éste llegó, y salieron en busca del coche.
Sólo tenía ganas de meterse en la cama y taparse hasta las orejas.
Paul buscaba las llaves en el bolsillo cuando ella sintió algo a su espalda.
Se giró llevando la mano al arma de su costado. De haber sabido lo que les esperaba en la casa, se hubiese enfundado la Python.
La tenía ya en la mano cuando el aire fluctuó de una forma extraña. Paul se giró también, sobresaltado, al ver la sorpresa en su cara.
—¿Qué sucede? —le preguntó alarmado.
—Hay algo ahí. —dijo ella sin apartar la mirada de la calle.
Era raro, como una ondulación de la realidad. Como cuando algo se está quemando, o hay altas temperaturas y vemos a través del exceso de calor.
—No veo nada...
—Ssssh —levantó el arma y apuntó.
Sabía que había algo allí. No le hacía falta verlo... los estaba acechando, eso también lo sabía. Durante los últimos meses había notado esa misma sensación de ser observada. Aunque la percibía menos intensa que ahora, menos inminente... menos peligrosa.
El aire volvió a fluctuar de esa forma, y una bestia enorme salió de repente de la nada.
Una bestia enorme y albina, de vacíos ojos blancos. Muertos, como los de un tiburón...
Algo que ella ya había visto antes. Una vez, en la vieja habitación de sus padres.
—Oh... joder, ¿qué coño es eso? —la voz de Paul sonaba ronca, y Rebecca pudo ver, de reojo, como sacaba su arma y apuntaba también.
El animal la miraba fijamente, si es que se podía decir que la veía, algo que ella dudaba. Más bien presentía que captaba su olor, puesto que desplegó en su dirección las aletas nasales, similares a unas branquias.
Abrió la boca, mostrando dos hileras de afilados dientes, y Paul disparó tres veces. Las balas se introdujeron en el costado de la bestia, haciéndola sangrar un líquido marrón oscuro. Dios, el olor a podredumbre era insoportable. Pareció no inmutarse, y ni siquiera se giró hacia el hombre. Aquellos ojos seguían fijos en ella. Y de su pecho brotó un rugido profundo, que hizo que se le erizase el vello del cuerpo.
Se agazapó, si es que un animal de semejante envergadura era capaz de hacer algo así, y supo entonces que se lanzaría a por ella. Contempló aquellos dientes y recordó los cuerpos que habían dejado en la casa. Y aún así... eran aquellos ojos lo que le aceleraba el pulso. No soportaba que la mirase a través de ellos.
La bestia volvió a emitir ese sonido cavernoso, lista para saltar.
Y fue ella la que disparó ésta vez. Se estremeció con cada impacto, cinco en total, pero tampoco obtuvo resultados... aparte de conseguir enfurecerla.
Se sintió impotente, aferrada a la glock, por primera vez completamente inútil.
No tenían nada que hacer contra esas filas de dientes.
—Paul... -su propia voz le resultó pastosa y lejana.
Y la bestia saltó.

La realidad se retorció una vez más, y otro animal salió de la nada, negro como la noche. Similar a una enorme pantera, pero más grande. Mucho más grande. Casi tanto como el primero.
Se abalanzó sobre él, capturándolo en el aire, y ambos rodaron por el suelo, entre chasquidos de mandíbulas. La pantera evitando las nauseabundas fauces de la bestia, y ésta las afiladas garras.
Se movieron girando, hasta que el felino se lanzó a por el cuello y logró hincar los dientes a conciencia, desgarrando la piel lampiña.
La macabra danza duró un par de minutos, en los que ni Paul ni ella dejaron de apuntar.
Y, finalmente, la bestia consiguió zafarse de la pantera y desapareció repentinamente, tal y como había llegado.
El felino bufó y jadeó cansado, volviéndose a mirarla desde unos ojos grises llenos de vida, todo lo contrario a los pozos lechosos del otro animal.
Ella bajó el arma, e hizo bajar a Paul la suya.
El brazo le temblaba y se resistió durante unos segundos, hasta que al final cedió. Quizá más por no poder mantenerlo ya en alto, que por querer bajarlo de verdad.
Ninguno de los dos dijo nada, se limitaron a escrutar al felino, que rugió antes de girarse y desaparecer por el mismo punto por el que había desaparecido la bestia.
—Jesucristo, Rebecca, ¿qué cojones era eso? —el irlandés dejó escapar el aire que había estado reteniendo sin apenas darse cuenta —No es un tiburón, pero joder, ¿has visto esos ojos?
—Eso, Paul... era lo que estábamos buscando. —miró por primera vez al hombre que a duras penas se sostenía en pie a su lado —Es el mismo animal que mató a mis padres.
Y sólo entonces se dio cuenta de que ella también temblaba...